EDUCAR es una palabra que posee la magia, el colorido y el brillo de algo que forma parte de nuestra condición humana. Cuando uno la pronuncia, le invaden dos tipos de sensaciones: aquellas que guardan relación con el respetro de entrar en un recinto sagrado -en nuestro caso, un niño- y otras, más unidas a todo lo que significa generosidad, entrega, dedicación.
Conducir, nutrir, alimentar, hacer crecer son términos que expresan el significado profundo de esta palabra y su larga historia. Detrás de la palabra educación siempre hay entrega y generosidad. Detrás de la palabra educación siempre hay un maestro, una mujer o un hombre, al que se unen los recuerdos de nuestra infancia.
Recordamos a estos maestros como personas que nos comprendían, que se entregaban con entusiasmo, que eran pacientes y bondadosas. No recordamos tanto lo que aprendíamos como la forma de aprenderlo. Y lo que ha dejado en nosotros una huella más profunda es que nos consideraban y nos trataban como personas, que nos quería tal como éramos.
Hablar de educación es hablar más de semillas que de frutos, más de siembras que de cosechas; es trazar un rumbo y ponerse en camino. Acogemos en la Escuala Infantil a un niño y, durante una serie de años, lo acompañamos en su crecimiento integral; lo conducimos y lo nutrimos. Se produce, por tanto, el encuentro de un proyecto de vida y de un proyecto educativo. Encuentro que una maestra ya jubilada con arrugas, en cuyas arrugas ya no cabe todo el recuerdo amoroso y tierno de los miles de niños que han pasado por sus manos, expresa de la siguiente manera: Cuando las piedras del arroyo van puliendo con su propio roce, ¿cuál pule a cuál? ¿Solamente la grande a la pequeña?.
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